Jackie Coogan: de Chaplin a las galletas

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EFE | EFE

Niño prodigio. Chaplin lo descubrió y se convirtió en una estrella. Cambió la ley para proteger a los pequeños artistas. Fue Fétido Adams, piloto en la II Guerra Mundial, y dio nombre e imagen a las galletas Chiquilín

25 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay en la historia de Jackie Coogan más ingredientes que en las galletas a las que dio nombre. Cine mudo, un genio como Chaplin, un pionero merchandising, unos padres aprovechados, millones de dólares perdidos, una icónica familia de monstruos, una Guerra Mundial. Y sin duda, unas galletas españolas que, a pesar de la renovación de su imagen, siguen estando representadas por un chiquillo con cara de pillo.

Coogan nació en California en 1914, y sus padres, bailarines ambos, lo sacaron al escenario con apenas 4 años. En uno de aquellos teatros de variedades tan famosos en aquella época, lo vio Charles Chaplin por primera vez. Coogan ya había debutado en el cine, con un pequeño papel, cuando Chaplin entendió que aquel crío tenía que ser El chico. En su primer largo, Charlot aprovechó muchos recuerdos de su infancia para contar una historia que, más de un siglo después, sigue siendo universal. Un vagabundo, un hijo adoptivo, la desesperación, el hambre, y todos los trucos posibles para sobrevivir. Coogan roba cada escena con su gorra ladeada y su gesto serio, y aquel torrente de lágrimas con el que ruega que no se lo lleven a un orfanato. La película fue un éxito, y Coogan se convirtió en una estrella.

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No solo era una estrella de cine, con papeles protagonistas en Oliver Twist, con el legendario Lon Chaney, sino que era la gallina de los huevos de oro: su rostro estaba en latas de mantequilla de cacahuete, recortables con la ropa de sus principales personajes, carteles, muñecos… Entre el merchandising y los contratos se calcula que en 1923 era uno de los actores mejor pagados de Hollywood. Desde su debut en el cine hasta principios de los años 30, rodó más de 20 películas. En muchas de ellas se repetía el esquema de chico de la calle, huérfano, capaz de todas las pillerías, de buen corazón y, por supuesto, con el final feliz que todo el público deseaba. Se codeaba con todas las estrellas de la época, tuvo una de las primeras piscinas de la zona y como profesor, a un campeón olímpico. Conseguía millones para causas benéficas, y él mismo ganaba cantidades que hoy rondarían los 40 o 50 millones de dólares. Sus padres, John y Lillian, escribieron algunas de las historias que rodó el chico, y disfrutaban de aquella fortuna.

La mejor campaña

En los años 20, la vida y la carrera de Jackie eran un espectáculo internacional. Para el público español era simplemente Chiquilín, como se tradujo Peck’s Bad Boy (Chiquilín no tiene enmienda), uno de sus éxitos tras El chico. Y en España, una empresa vasca de galletas, Artiach, se sumaría a la fiebre Coogan: en 1927 se fabricaron las primeras galletas Chiquilín, y no solo tomaron prestado el apodo del actor, sino que lanzaron toda una campaña de imagen basada en sus famosos personajes: la gorra, el peto, el jersey. Artiach pondría en marcha una pionera campaña publicitaria para atraer a los niños, que ligó para siempre su nombre al de la célebre galleta y a la iconografía del cine de los años 20. Casi un siglo después, Jackie Coogan sigue saltando en las cajas de estas dulces galletas.

Una demanda histórica

Pero poco antes de que Jackie cumpliera los 21 años, él y su padre, junto con otros tres amigos, sufrieron un accidente de tráfico. Jackie fue el único superviviente, y aquel suceso fue tan solo el principio de los problemas. Su madre se casó con el asesor financiero de la familia, y cuando el actor cumplió los 21 años y quiso hacerse cargo de su fortuna, ellos se negaron. Afirmaron que no le pertenecía, que el dinero que el crío había ganado desde que era casi un bebé era legalmente de sus padres (ahora, de su madre). Coogan decidió demandar a su madre, pero solo consiguió recuperar 126.000 dólares ¡de los 250.000 que quedaban de sus ganancias! Aquel abuso por parte de los padres, en un momento en el que empezaban a florecer otras estrellas infantiles (Shirley Temple ya pedía paso), provocó un enorme escándalo, no solo por lo injusto de un sistema que permitía a los padres explotar todo el talento de sus hijos y beneficiarse de sus ganancias, sino porque Jackie había sido uno de los personajes más queridos por el público, adulto e infantil, durante más de una década. Tras la demanda, la ley cambió en California y se aprobó una nueva norma, conocida como Ley Coogan, que aún sigue en vigor. El nuevo modelo obligaba a los empleadores de los niños a depositar el 15 % de las ganancias en un fondo fiduciario (las cuentas Coogan) hasta la mayoría de edad, y marcaba horarios de trabajo o clase.

Pero después de aquello, y al igual que ocurrió a tantas estrellas infantiles, la carrera de Coogan comenzó a decaer. En los años 30 seguía teniendo tirón y aún sería Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Se casó con la actriz Betty Grabble en 1937. Rodaron algunas películas juntos antes de divorciarse dos años después.

Jackie Coogan en «La familia Addams» (izquierda) y en «El chico» (derecha).
Jackie Coogan en «La familia Addams» (izquierda) y en «El chico» (derecha). -

Después de la guerra

Y entonces, estalló la II Guerra Mundial. Se alistó tras el ataque japonés a Pearl Harbor, y luchó como piloto en varias campañas, sobre todo, en Asia. De vuelta de la guerra, su carrera languidecía con papeles secundarios, hasta que la televisión llamó a su puerta. Su mayor éxito llegó con la serie La familia Addams, que la cadena ABC estrenó en 1964. En aquella primera versión de la terrorífica familia, Coogan era Fétido, con aquella característica calva y su tendencia a encender bombillas con la boca. La serie se mantuvo en antena dos años, pero Coogan no paró de trabajar.

Casi medio siglo después de rodar El chico, Jackie fue uno de los que arropó a Chaplin cuando regresó a Estados Unidos tras décadas de exilio en Europa. Las entrevistas de aquella época, recordando el rodaje, y las imágenes de aquel encuentro están llenas de emoción. Chaplin tenía 83 años, Jackie 58. Y de alguna manera se cerraba el círculo que abrieron ambos con una de las piezas fundamentales de la historia del cine, una película con una sonrisa… y tal vez, una lágrima.